Ven acá, me dijo. Siéntate que quiero que escuches algo…
Dibujó esa sonrisa gentil y cómplice -sólo él sabía hacer eso- pausadamente giró en su silla, se arqueó ante su consola, pulsó una tecla y comenzó el silencio, uno, dos, tres… música.
Era la primera parte de su última obra, creada íntegramente y dos veces, en honor a Santiago de Compostela. Un trabajo musical soberbio, solemne, respetuoso, como si el propio Santo se lo hubiese encargado. Fue hermoso, más que eso, mágico.
Pero no sólo me refiero a la música, ni a la historia que cuentan los tambores y los cornos de esos primeros compases, ni al trabajo que hacen los violines y maderas. De pronto -pienso que ni él se percató- dejó de ser mi Pablo, mi amigo querido, gentil y vulnerable, Pablo el buen marido, padre y cocinero, para mostrarse diferente, orgulloso y triunfador. De su mirada sacó un brillo que no le había visto desde sus años de los disco de oro; una mezcla de humildad y sorpresa, esa que asoma el artista verdadero cuando vuelve al escenario para el aplauso eterno.
Pablo esa tarde regreso del silencio, de su ausencia, y volvió con algo grande y puro, para dejárselo allí en la casa a Sofí, Ricardo y Valeria.
Victor Melillo